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Los antiguos griegos desarrollaron una geometría de
líneas y círculos, de regla y compás, donde
el rey era el triángulo rectángulo y el teorema de Pitágoras
su heraldo. Durante dos milenios, la platónica pureza de la geometría
griega hizo las delicias de agrimensores y poetas. |
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Un día, mientras descansaba de no hacer nada junto
a su estufa, monsieur Descartes se fijó en la mosca que paseaba por
su techo. Para ubicarla inventó los sistemas de coordenadas, y con
ellos la geometría se hizo analítica, se hizo número,
y se abrió a las más extrañas fórmulas. Y los
ingenieros fueron felices. |
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Pero no los matemáticos, que siempre miraron de reojo
el quinto postulado. Por fin los más osados renegaron de la paralela
única e inventaron las geometrías no euclídeas.
Con ellas el espacio se hizo curvo y los físicos reinventaron el
universo. |
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Sin embargo, la geometría nunca pudo con la forma
de nubes o helechos, ni con la distribución de las montañas,
ni con la intrincada red de vasos y nervios que acarrean fluidos y estímulos
a través de los organismos de plantas y bestias y humanos. Hasta
que llegó Mandelbrot, desveló la rugosidad de lo real y le
dio nombre a una nueva forma de mirar: la llamó geometría
fractal. |
Son las fractales formas
arrugadas que llenan el vacío tan densamente que alcanzan dimensiones
superiores a las de la línea o la superficie: se retuercen para
alcanzar cada rincón, cada meandro del espacio, y lo hacen copiándose
a sí mismas a distintas e incesantes escalas. Es gracias a esta
característica, la autosimilitud, por la que las fractales se adaptan
tan bien a la representación de ciertas formas naturales. Pero
hay más, porque las fractales no son solo objetos científicos
o técnicos, sino también estéticos que es posible
explorar gracias a esa ventana que es la pantalla del ordenador. Pero
esto ya es otra historia. |

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