El señor Verloc se levantó del sofá con pesada desgana
y abrió la puerta de la cocina para que entrase más aire,
con lo que descubrió al inocente Stevie, sentado, todo modoso y
circunspecto, en una mesa de madera, dibujando círculos, círculos,
círculos; innumerables círculos, concéntricos, excéntricos;
una deslumbrante vorágine de círculos, que por su enredada
acumulación de curvas repetidas, uniformidad de forma y confusión
de entrecruzadas líneas, sugerían una representación
del caos cósmico,
el simbolismo de una arte demente que intentara lo inconcebible.